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En los años setenta, los maestros Jorge Flores Espinoza y Alfonso Acevedo Olvera, eran leyendas vivientes de la medicina interna mexicana; académicos y consultores de los Pabellones 20 y 21 del Hospital General. Acevedo Olvera estaba mermado de sus facultades físicas por un traumatismo craneal con hundimiento discreto en la cabeza, por lo que se alaciaba con cuidado el cabello. Caminaba despacio y hablaba quedito, vestido de traje, siempre impecable, olía a creolina (desinfectante de ropa esos tiempos).

Llegaba al pabellón (donde solo permanecía dos horas) y leía en silencio algún artículo reciente de la revista médica ‘New England’. Al terminar, se presentaba en la central de enfermeras; la jefa arrogante e irascible, cuarentona pero muy guapa, lo acariciaba, en tanto yo le consultaba el caso de ‘El Diablo’; un enfermo con cirrosis hepática en estado terminal, trasladado del penal de las Islas Marías, acusado de masacrar a una familia. “Trátalo con cariño”, me respondió. Sumándole: “ponte cómodo, observa, olfatea, cerciórate si hace frío o calor, métete en su mundo y lo que le angustia, tenle paciencia.” Siguiendo sus consejos, y sorpresivamente, ‘El Diablo’ me diría: “me eché la culpa para salvar a mi hijo menor, yo ya viví lo que a mi muchacho le falta”. Ante esta situación, pude recordar el consejo que me dio el maestro: “ten siempre presente que somos médicos y no jueces.”

Al retirarse del hospital, el maestro acudía a su consultorio privado donde ya lo esperaban bastantes enfermos, quienes pagaban lo que podían. Dicho dinero era recogido por su asistente de confianza en una especie de limosnero de misa.

La jefa de enfermeras me odiaba por defender a los alumnos, a quienes de retrasados mentales no bajaba. Los médicos adscritos solo daban su clase a los alumnos, y ocasionalmente pasaban visita a los enfermos, por lo que indignado les reclamé frente al maestro. Esta acción le agradó, quien me dijo: “tienes nervio viejito, tú decide lo que tenga que hacerse las veinticuatro horas en el servicio”. Gané su afecto y me confirió autoridad, hecho que no pasó desapercibido por mis compañeros residentes.

Chucho, el de menor edad y más bajito de los alumnos, hacia enojar a la doña; aprovechaba momentos libres para treparse al escritorio del aula, azuzado por el grito de “chucho, chucho, chucho” de sus compañeros para declamar o hacer un striptease. Sorprendido por el maestro, y sosteniéndose los calzones, no sabía a dónde esconderse, sus compañeros se alejaban de él. El maestro, de forma comprensiva, le dijo: “termina, termina viejito que lo haces muy bien, después me das la clase. Nosotros también fuimos jóvenes, nos divertíamos en el table dance y estudiábamos. Se te recordará como el más pequeño pero el mejor de los strippers.”

“En este Pabellón 21 han estado figuras de talla universal, Ignacio Chávez Sánchez, fue uno de ellos. Fundador de instituciones, rector de la UNAM, quien recibió más de 100 doctorados por universidades de todo el mundo, sin él no se explicaría la fama mundial de la cardiología mexicana.”

“También estuvo ‘El Toluco López’: superdotado atleta, ídolo de los aficionados al boxeo, quien subía al ring crudo, semi-borracho y reanimado con café para dar grandes peleas, perdiera o ganara.” Nos contaba también que, con la treta de rascarse, solicitaba torundas alcoholadas, descubriéndose que también se las chupaba.

“Hasta quien, sin imaginarlo, un enfermo apareció como actor de reparto de la primera parte de la película ‘Perro Mundo’; era un empedernido fumador y sacaba el humo por un costado del tórax, resultado de una rara fístula bronco-cutánea secundaria a un terrible absceso hepático amibiano.”

Ya para terminar mi rotación y permanencia en el pabellón, pasé junto al maestro empujando una camilla, y en ella, un enfermo que trasladaba de la terapia intermedia de urgencias. Viéndome de reojo, el maestro movió la cabeza y al regresar me dijo: “¿para qué lo trajiste viejito?, si se te va a morir en dos horas.” Sonriéndole, incrédulo, dije: “lo encontré estable maestro.”

Al día siguiente me preguntó qué había pasado, contestándole: “se me murió”. Tomándome del brazo cariñosamente, me introdujo en su oficina. Sacó un libro empastado en piel titulado: ‘Códice Badiano’. Lo abrió, observando una de las páginas con el dibujo de una planta, me hizo leer la sentencia que al pie de la página decía: “diente seco, pie caído y nalgas frías, mal pronóstico a corto plazo.”

“Seguramente viejito no le tocaste las nalgas heladas. Esto ya lo sabían los aztecas. Tendrás que leer este libro.”

Capítulo XIII: De algunas señales de la cercanía de la muerte.

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